EL LAZARILLO DE TORMES
A mediados del siglo XVI (en torno a 1552 o 1553) se publicó
La vida de Lazarillo de Tormes, una obra radicalmente distinta a los libros de
ficción que el lector podía encontrar en aquel entonces.
La obra se presenta como una carta de Lázaro de Tormes a un
misterioso destinatario, a quien cuenta en primera persona los episodios más
importantes de una vida miserable y vergonzosa, desde su nacimiento hasta el
momento en que escribe.
La historia de Lázaro es un recorrido por las capas más
bajas de la sociedad española de la época. Su padre fue encarcelado por ladrón
y su madre era una mujer de reputación dudosa. Cuando llega a la adolescencia,
el joven Lázaro empieza a servir a distintos amos: un ciego cruel, un cura avaro,
un escudero más pobre que él mismo, y otra serie de personajes de los que
aprende (casi siempre con sufrimiento) las principales lecciones sobre la vida.
Al final de la narración, Lázaro vive en Toledo y cuenta con la protección de
un clérigo que le ha dado un oficio (como pregonero) y le ha casado con una
criada suya. Aunque las malas lenguas dicen que su mujer es amante del clérigo,
Lázaro hace oídos sordos a esas murmuraciones y afirma cínicamente su
convencimiento de que lleva la mejor de las vidas posibles, pues se halla “en
la cumbre de toda buena fortuna”.
Una nueva senda para la ficción
El aspecto más revolucionario de esta obra es que no se
ofrece como una ficción, sino como una narración autobiográfica. El autor
pretendió que la gente creyera estar leyendo la historia verdadera de un tal
Lázaro de Tormes, como si de un ser de carne y hueso se tratara. Por esa razón
no conocemos el autor del libro, porque, si indicaba su nombre, rompía la
ilusión de estar ante una autobiografía verídica. Sólo al acabar la lectura el
público se daba cuenta de que Lázaro de Tormes era invención literaria: nadie
se habría atrevido a confesar su ínfima categoría en unos tiempos en los que la
honra se consideraba lo principal.
Mediante este procedimiento, la obra crea en sus lectores
una ilusión de realidad que es nueva en la narrativa europea. Su desconocido
autor hizo ingresar en la ficción narrativa la vida cotidiana y unos personajes
que los lectores tenían a la vista. Al poner en relación la experiencia
cotidiana más humilde y la literatura, el Lazarillo se convirtió en el primer
antecedente de la novela realista.
La lección realista del Lazarillo tuvo su continuación en el
siglo XVII con la novela picaresca. El término procede de la palabra pícaro,
con la que se designaba a un personaje de las capas más bajas de la sociedad,
medio vagabundo, sin oficio ni beneficio, que vivía de la mentira y el engaño.
La figura del pícaro traspasó pronto las fronteras de la
literatura española. Ya en el siglo XVII, el alemán Hans von Grimmelshausen
escribió un ácido alegato contra la guerra de los Treinta Años a través de la
visión de un pícaro: el aventurero Simplex Simplicissimus.
Un argumento atractivo y un gran protagonista
La primera y más evidente virtud del Lazarillo de Tormes, la
que no pasa desapercibida a ningún lector, es que resulta una obra muy
divertida. La acción de la novela se apodera muy pronto de nosotros, pues nos
presenta unos hechos curiosos y entretenidos. Disfrutamos con las aventuras de
Lázaro y los muchos momentos en que saca a relucir su astucia.
Gran mérito del autor es el retrato de su protagonista, un
personaje complejo, de gran intensidad y hondura, capaz tanto de los mayores
odios como de los afectos más sinceros. Cuando estrella al ciego contra un
poste y huye, Lázaro se despreocupa por completo de la suerte que este pueda
haber corrido, pues no siente ni simpatía ni piedad por él. En cambio, sabrá
compadecerse del hambre del escudero, y compartirá con él la poca comida que ha
logrado reunir mendigando. La complejidad del personaje resulta fundamental a
lo largo de la obra, pues nos permite entender su postura ante la vida y ante
las circunstancias que lo rodean.
Técnica y composición
Esta novela destaca también por la gran variedad de técnicas
narrativas empleadas y por el dominio de cada una de ellas que demuestra el
autor. Al contar su vida, Lázaro no repite nunca con un amo el enfoque
narrativo que ya ha aplicado a otro.
Los meses al servicio del ciego se refieren a partir de una
serie de episodios con entidad propia: el golpe contra el toro de piedra, las
tretas para apoderarse del vino, el lance de las uvas y algunos más. Cada una
de esas estampas independientes es parte de un proceso de aprendizaje que lleva
a Lázaro desde la inocencia infantil a la habilidad y astucia que caracterizan
el resto de su vida y le garantizan la supervivencia.
Frente al carácter episódico de las aventuras con el ciego,
el tiempo que pasa con el clérigo se centra en una acción única: cómo acceder a
la comida que se halla en el arca, cerrada bajo llave. El mérito de la
narración está en la habilidad del autor para graduar a la perfección los
acontecimientos, hasta llegar al violento desenlace.
El escudero resulta al principio un personaje enigmático,
que confunde a Lázaro, pues este cree hallarse en manos de un amo bien dotado
económicamente, cuando la verdad es que se trata del más pobre de cuantos ha
tenido. La relación entre ambos es paradójica: el mozo no recibe nada de su
amo, sino que tiene que ser él quien se lo dé, y el final de su relación no
llega porque Lázaro huya de su lado, sino que es el escudero quien acaba
desapareciendo. A pesar de ello, el muchacho guardará siempre un recuerdo
afectuoso de ese personaje, dominado por la necesidad de fingir una prosperidad
que no conoce.
El caso
En la conclusión de la novela, Lázaro, tras una vida
difícil, afirma encontrarse en la cumbre de toda buena fortuna: ha conseguido
un oficio estable como pregonero y el arcipreste de San Salvador lo ha casado
con una criada suya. Pero los rumores nunca callan.
Lázaro ha oído las explicaciones de su mujer y del sacerdote
y ha quedado enteramente satisfecho. Sin embargo, en pasajes como este y en
otros que le siguen, aunque se nieguen las afirmaciones de los murmuradores, el
lector comprende que esas malas lenguas están diciendo la verdad.
En el origen de la novela
Los aspectos que hemos señalado (el interés de la trama, la
caracterización del personaje, la habilidad en las técnicas narrativas
empleadas) son fundamentales en cualquier novela realista. Pero no hay que
olvidar que en el caso del Lazarillo resultan aún más relevantes porque este
libro es el origen de esa forma de contar.
Hacia 1550 no existía ningún tipo de ficción en prosa que
narrara historias parecidas a las de la vida cotidiana de los lectores. Lo que
se podía esperar de la ficción eran fantasías alejadas de la experiencia real,
caracterizadas por la maravilla, el sentimentalismo y el exotismo, como sucedía
con las aventuras de los caballeros andantes.
La excepcional originalidad del autor estriba en haber
concebido un relato que, a diferencia de todos los otros que entonces
circulaban, debía poder leerse como ficticio y a la vez responder al orden de
cosas de la vida diaria.
Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman
Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de
Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la
cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre, que Dios
perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de
aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi madre una
noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que
con verdad me puedo decir nacido en el río.
Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a
mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler
venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por
justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama
bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los
cuales fue mi padre (que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya
dicho), con cargo de acemilero de un caballero que allá fue. Y con su señor,
como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo
se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos, y vínose a
vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar de comer a ciertos
estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la
Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de aquellos que las
bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra
casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque
de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada,
pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de
que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque
siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos
calentábamos.
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) cosechó
de inmediato un éxito extraordinario, no sólo en España, sino en toda Europa,
donde muy pronto fue traducido al inglés, francés e italiano.
Las ficciones narrativas de la época ofrecían a Cervantes
dos caminos fundamentales: por un lado, el de los libros de caballería, llenos
de fantasías y disparates; por el otro, el modelo realista que estaba
implantando la picaresca. Cervantes supo convertir la oposición entre ambas
perspectivas en el eje de su propia creación: presentó, desde un enfoque realista,
las aventuras de un personaje que creía vivir en el mundo caballeresco.
Una parodia de los libros de caballerías
El protagonista de la obra, Alonso Quijano, es un hidalgo de
aldea en el umbral de la vejez, que dedica el mundo tiempo que le sobra a la
lectura de novelas de caballerías.
Su afición lo lleva a creer que el mundo caballeresco es
real, y decide convertirse en caballero andante para reparar injusticias y
ayudar a las doncellas desvalidas. Este propósito descabellado señala el tono
de parodia de la obra, que imita burlescamente los recursos habituales de los
libros de caballerías: el amor por una doncella de belleza inigualable, los
combates contra enemigos terribles y feroces, los hechizos de magos envidiosos
o el lenguaje altisonante de los caballeros andantes.
Don Quijote y Sancho
Sin embargo, junto a sus locuras, don Quijote da siempre
señales de cordura, y cuando la conversación o las circunstancias no tienen que
ver con asuntos de caballería, el protagonista muestra una sensatez y una
humanidad poco comunes, hasta el punto de ser calificado en la misma novela
como un “entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”. El vaivén entre locura
y cordura matiza la imagen del protagonista y evita que la novela se quede en
la pura y simple burla.
En sus aventuras, don Quijote está secundado por Sancho
Panza, un aldeano analfabeto que, a pesar de su falta de instrucción, está
dotado de una notable sabiduría popular, que vierte sobre todo en los numerosos
refranes que intercala en su conversación. Al igual que sucede con don Quijote,
la figura de Sancho es compleja y llena de matices, pues reúne simpleza y
sagacidad.
La presencia de esta pareja hace que la novela se mueva
constantemente entre dos mundos: el real de Sancho y el imaginario de Don Quijote.
Los comentarios entre inocentes y maliciosos de Sancho son el contrapunto a las
locuras de Don Quijote, y ambos forman una pareja cuya relación es
imprescindible para la andadura del relato. La relación evolucionará a lo largo
de la novela en un juego de influencias mutuas especialmente manifiesto en la
segunda parte, en la que don Quijote irá cobrando mayores rasgos de sensatez y
Sancho llegará a asumir más profundamente la especial percepción de la realidad
propia de su amo.
La importancia de la conversación
Con la introducción de Sancho (que aparece en el capítulo
VII de la novela, después de una primera salida en solitario de don Quijote),
el diálogo se convierte en un elemento de gran importancia, diálogo al que se
suman muchos personajes, cada uno con su carácter e ideas independientes. Esta
variada galería humana permite al lector asistir al contraste dialéctico entre
puntos de vista diferentes. Uno de los méritos del Quijote consiste justamente
en esa multiplicidad de voces, que abre las puertas a un mundo complejo de
personajes que aportan a la narración sus propias vivencias e historias, a
veces tan importantes que dejan en segundo plano las de los dos protagonistas.
El lenguaje empleado es otro de los aciertos de Cervantes,
quien supo recrear los niveles coloquiales de su tiempo, llenos de tonalidades
y registros, repletos de alusiones y juegos de palabras irónicas, sin caer en
la jerga de la picaresca. A cada personaje (sea amo o escudero, noble o
aldeano, clérigo o seglar, posadero o gentilhombre) le corresponde un nivel
lingüístico verosímil, lo que supone una variedad no conocida en la ficción
realista de la época.
La segunda parte
La primera parte de la novela termina con el regreso del
hidalgo y su escudero a la aldea, sin que los propósitos descabellados de don
Quijote hayan variado: muy al contrario, el narrador anuncia una continuación
de las aventuras. Diez años después, en 1615, Cervantes publicó la segunda
parte. Poco tiempo antes, en 1614, se había publicado una continuación de la
obra, realizada por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, nombre falso detrás
del que se esconde un enemigo de Cervantes. La identidad de ese imitador sigue
siendo hoy en día un misterio sin segura resolución.
La segunda parte de la obra está más cuidadosamente
construida que la primera, en la que el autor intercalaba numerosos episodios
secundarios; tales digresiones desaparecen en el Quijote de 1615, lo que
confiere a la continuación una estructura más unitaria y mejor trabada. Al
escribir la primera parte, Cervantes carecía de modelos literarios a los que
asociar el nuevo género que estaba creando; en 1615, en cambio, ese modelo ya
existía (su propia primera parte), lo que le permitió proceder de manera
distinta, perfeccionando así el arte de la novela.
Sentido y alcance de la obra
La locura de don Quijote consiste en tomar al pie de la
letra las increíbles aventuras que se narran en libros como el Amadis de Gaula.
El desvarío del hidalgo radica en confundir la historia con la ficción, la
realidad con la imaginación. Cervantes muestra el abismo que separa ambos
mundos: las formas de la vida literaria que don Quijote quiere llevar a la
práctica son tan exageradamente fabulosas que su imitación está condenada
necesariamente al fracaso.
Este acentuado contraste entre lo que el protagonista cree y
lo que realmente sucede a su alrededor provoca un poderoso efecto cómico. Es
importante subrayar que el Quijote fue leído en su tiempo sobre todo como un
libro divertido, sin otras preocupaciones filosóficas que las de criticar un
género literario mediante una historia variada y entretenida. Sólo más tarde, a
partir del Romanticismo, se empezó a interpretar la novela también como libro
serio (interpretación que perdura hoy en día) y a ver en el protagonista la lucha
simbólica entre el ideal y la realidad, entre la nobleza de aspiraciones y la
cruda experiencia contra la que se estrella un héroe con el que todos nos
sentimos un poco identificados.
El hidalgo de aldea
Todo lector del Quijote recuerda el principio de la novela,
y sabe que en él se describe al protagonista y se cuenta el proceso que lo
lleva a la locura. Pocas veces se ha señalado, sin embargo, que en ese retrato
inicial Cervantes no presenta sólo a un personaje individual, sino que lo
caracteriza como miembro de un determinado estamento social.
Alonso Quijano es un hidalgo de pueblo, es decir, un miembro
del estamento más bajo de la nobleza. Al igual que los demás nobles, los
hidalgos disfrutaban de los privilegios reservados a los de su clase (sobre
todo, la exención de impuestos), pero llevaban una existencia muy modesta que
en ocasiones podía llegar a rozar la miseria. El hidalgo Quijano lleva una vida
sin lujos pero sin apuros económicos, fundamentalmente ociosa, con la caza como
principal pasatiempo.
Todos los nobles y no sólo los hidalgos, sentían la
nostalgia de las hazañas guerreras de finales de la Edad Media, el tiempo
glorioso de sus antepasados. En los siglos XVI y XVII era habitual que las
ciudades y villas importantes celebraran fiestas que recreaban el mundo ideal
de la caballería, para que los nobles pudiesen evocar el esplendor del pasado,
al que se sentían emocionalmente ligados.
Pero en una aldea como la de don Quijote no existía la
posibilidad de ese entretenimiento. El único imaginativo era la lectura de los
libros de caballerías. Los relatos caballerescos le ofrecían la visión
idealizada hasta la exageración de un mundo en el que un pequeño noble podía
realizar las mayores hazañas y alcanzar la mayor gloria, según valores y
virtudes de indudable atractivo: la justicia, el heroísmo, el amor y la
belleza. El deseo nobiliario de una vida fulgurante explica el interés de don
Quijote por esos libros: de ahí pasa a querer escribirlos y finalmente a
pretender vivirlos.
Una obra cómica y satírica
En la época en que vio la luz, el Quijote no gozó de la
veneración que le reconocemos en el presente. Fue una obra inmensamente
popular, pero su éxito no se debió a las mismas virtudes que hoy alabamos en
ella. El primer público de la novela disfrutó con los pasajes que le hacían
reír, aquellos en que salían a relucir los rasgos estrafalarios y más puramente
cómicos de los personajes. Pero junto a esa dimensión risible de la obra se
destaca desde el principio su carácter de invectiva contra los libros de
caballerías. Esa doble visión, como obra cómica y como obra satírica, fue la
que prevaleció entre los contemporáneos de Cervantes y aun durante todo el
siglo XVII.
El “sentido profundo” de la obra
De forma progresiva, ciertos valores positivos que se reconocían
en la locura del hidalgo fueron ganando terreno, y llegaron a ser dominantes a
finales del siglo XVIII. La novela de Cervantes era una sátira y una parodia de
los libros de caballerías, pero también pretendía ir más allá, dirigirse a
cuestiones morales de orden general. Se iba intuyendo que el Quijote tenía un
sentido profundo, además del que se dejaba apreciar en una primera lectura.
Así fue como lo vio el Romanticismo europeo (en especial el
alemán y el inglés), con lo cual Europa devolvió a España una nueva dimensión
de su clásico. Para los románticos, el Quijote presenta la lucha entre el ideal
y la realidad. El caballero loco encarna el espíritu idealista, que se enfrenta
a la mezquina realidad para desafiarla con su propia visión de las cosas,
imaginativa y fantástica.
Así, don Quijote, personaje ya no ridículo, sino heroico,
sublime, lucha sin descanso contra una realidad que desmiente de forma
sistemática sus esperanzas. De esta forma se concretaba la interpretación
simbólica de la novela.
Las dos interpretaciones del Quijote
Existen, pues, dos grandes interpretaciones del Quijote (la
“jocosa” y la “seria”) y ambas están perfiladas a mediados del siglo XIX. Pocos
libros de tanta envergadura han basado su éxito a lo largo del tiempo en dos interpretaciones
tan contradictorias, tan difícilmente conciliables.
¿Cuál es la interpretación verdadera? Tenemos que asumir que
ambas lo son, y que las dos se remontan a Cervantes.
En un libro tan vivo como el Quijote, la caracterización y
la comprensión del personaje principal va transformándose a lo largo de la
obra, admiten distintas facetas. Cervantes, sin desnaturalizar a su personaje,
lo va dotando de una hondura y una complejidad superiores a las que poseía en
un inicio. La risa que provocaban sus locuras deja paso al malestar que produce
ver a don Quijote ridiculizado.
El mismo personaje no sólo padece por los golpes: las dudas
lo invaden, el desaliento se apodera de él, la desilusión se va imponiendo.
Cervantes logra que el don Quijote de la interpretación “jocosa” marche paso a
paso hacia el don Quijote de la interpretación “seria”, sin robarle a su
criatura un ápice de la vieja identidad. El equilibrio entre ambas opciones
explica que el Quijote sea hoy el mayor clásico de las letras españolas.
Capítulo primero
Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote
de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama
que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo
de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la
edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco
de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir
que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas
verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a
nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos
que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de
caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el
ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su
curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de
sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su
casa todos cuantos pudo haber dellos; y, de todos, ningunos le parecían tan
bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de
su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas
partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal
manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y
también cuando leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con
las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece
la vuestra grandeza...»
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