- Forman parte de la humanidad desde sus orígenes
- Su función es transmitir belleza a través de la palabra. También tiene una función social y cultural porque es testimonio de una época. Refleja los ideales culturales, económicos y políticos del autor y su época.
- Sirven también para entretener.
- Hay textos literarios orales y escritos. Los orales están ligados a la cultura popular.
- El texto literario puede ser poético o estar escrito en prosa. Su estética depende de cada autor.
- En el verso (poesía) destacan la rima, el ritmo, los acentos, el número de sílabas…
- La prosa se acerca más al habla habitual, aunque cada autor la dota de sus características personales.
- El autor ofrece al lector una visión original y personal del mundo, usando un lenguaje más o menos evocador.
- Las obras literarias se clasifican en: lírica, narrativa y dramática.
El texto lírico
- El autor se hace protagonista de la obra y expresa lo que siente en relación a una situación, persona, lugar u objeto.
- La forma más usual es el poema. Tienen estrofas y versos. Las estrofas varían según el número de versos y el tipo de rima (consonante o asonante).
- Son habituales las figuras literarias o retóricas: metáfora, hipérbole…
Ejemplo:
A una nariz de Francisco de Quevedo
Érase un hombre a una nariz
pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y
escriba,
érase un pez espada muy
barbado.
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.
Érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan
fiera
que en la cara de Anás fuera
delito.
El texto narrativo
- El autor crea una voz que cuenta una historia: el narrador.
- Lo más común es el cuento, la novela, la leyenda, la fábula y el mito.
- Estructura: introducción, nudo y desenlace. En la primera se introducen los personajes y el contexto. En el nudo se explican el desarrollo de los acontecimientos y en el desenlace, la solución a lo narrado.
- Suele incluir descripciones y diálogos:
- Descripción: presenta de forma detallada personas, objetos, lugares, etc… reales o ficticios. Son subjetivas (que expresan opinión) u objetivas (que no la expresan) dependiendo de la finalidad del texto y de la voluntad del autor.
- Diálogo: recrea una conversación entre varios personajes. Ofrece información sobre ellos y la trama. Se introduce con un guión: -
Ejemplo:
La Biblioteca de
Babel (cuento de Jorge Luis Borges)
El universo
(que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez
infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio,
cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos
inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es
invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos
los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un
bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que
desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a
derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie;
otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que
se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente
duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la
Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación
ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen
el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de
lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es
insuficiente, incesante.
Como todos los
hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de
un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden
descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono
en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi
sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se
corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita.
Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las
salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos,
de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala
triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una
cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la
vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras.
Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La
Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya
circunferencia es inaccesible.
A cada uno de
los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra
treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez
páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta
letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas
letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión,
alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo
descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital
de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La
Biblioteca existe ab alterno. De esa
verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente
razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra
del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de
anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de
letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para
percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos
rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro,
con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas,
inimitablemente simétricas.
El segundo: El
número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace
trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la
naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en
un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV
perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página
penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o
una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y
de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a
la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que
los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales,
pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en
sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho
tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros
bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es
verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos
más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero
cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún
idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra
podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de
la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra
página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que
la formularon sus inventores.
Hace quinientos
años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los
otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a
un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués;
otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma:
un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También
se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por
ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que
un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este
pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del
alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay
en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles
registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos
ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable
expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las
autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y
miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la
demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas
las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado
que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los
libros perdidos de Tácito.
Cuando se
proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue
de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro
intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución
no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo
bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo
se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para
siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos
prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono
natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de
encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores
estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras
divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían
despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las
Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir,
a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la
posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de
la suya, es computable en cero.
También se
esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios
puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la
multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los
vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres
fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he
visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una
escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con
el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca
de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada
esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de
que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos
libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta
blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran
letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos
libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes
severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que
largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un
cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros,
inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con
fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico,
ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es
execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen
dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen
humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable,
pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de
facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una
coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de
las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el
horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los
libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales;
omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos
de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel
de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la
cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha
recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún
vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de
Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar
el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método
regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que
indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un
libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y
consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo
haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo,
aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la
sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo
exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado,
pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los
impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la
humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de
«la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que
lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada
ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales,
todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero
no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los
muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre
de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista
incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o
alegórica; esa justificación es verbal y, ex
hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no
haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible
sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de
temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios.
Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe
en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los
incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes
posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la
correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero
biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la
definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi
lenguaje?).
La escritura
metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de
que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que
los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas,
pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias
heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie
humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará:
iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes
preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de
escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica;
digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y
hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la
imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me
atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es
ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se
repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi
soledad se alegra con esa elegante esperanza.
FIN
El texto dramático
- El autor cuenta la historia a través del diálogo y la acción de los personajes. Son las obras de teatro, las películas…
- Está pensado para ser representado de forma oral.
- No hay voz narrativa ni descripciones extensas.
- Se usan acotaciones para contextualizar el diálogo, en cursiva y entre paréntesis en la versión escrita.
- Los textos dramáticos principales son: tragedia, comedia, drama, ópera y zarzuela.
- Se dividen en escenas, actos y acotaciones.
- Escena: centro de la acción dramática.
- Acto: conjunto de escenas.
- Reproduce un acto comunicativo real.
Ejemplo: La
casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca (fragmento)
Bernarda: (A la Criada)¡Silencio!
Criada: (Llorando) ¡Bernarda!
Bernarda: Menos
gritos y más obras. Debías haber procurado que todo esto estuviera más limpio
para recibir al duelo. Vete. No es éste tu lugar. (La Criada se va sollozando) Los pobres son como los animales.
Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias.
Mujer 1: Los
pobres sienten también sus penas.
Bernarda: Pero
las olvidan delante de un plato de garbanzos.
Muchacha 1:(Con timidez) Comer es necesario para
vivir.
Mujer 1: Niña,
cállate.
Bernarda: No he
dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se
sientan. Pausa) (Fuerte) Magdalena, no llores. Si quieres llorar te metes
debajo de la cama. ¿Me has oído?
Mujer 2:(A Bernarda) ¿Habéis empezado los
trabajos en la era?
Bernarda: Ayer.
Mujer 3: Cae el
sol como plomo.
Mujer 1: Hace
años no he conocido calor igual.
(Pausa. Se abanican todas)
Bernarda: ¿Está
hecha la limonada?
La Poncia: (Sale con una gran bandeja llena de jarritas
blancas, que distribuye.)Sí, Bernarda.
Bernarda: Dale
a los hombres.
La Poncia: Ya
están tomando en el patio.
Bernarda: Que
salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por aquí.
Muchacha:(A Angustias) Pepe el Romano estaba con
los hombres del duelo.
Angustias: Allí
estaba.
Bernarda: Estaba
su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no lo ha visto ni ella ni yo.
Muchacha: Me
pareció...
Bernarda: Quien
sí estaba era el viudo de Darajalí. Muy cerca de tu tía. A ése lo vimos todas.
Mujer 2: (Aparte y en baja voz) ¡Mala, más que
mala!
Mujer 3: (Aparte y en baja voz) ¡Lengua de
cuchillo!
Bernarda: Las
mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al oficiante, y a ése
porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar el calor de la pana.
Mujer 1: (En voz baja) ¡Vieja lagarta recocida!
Bernarda: (Dando un golpe de bastón en el suelo) ¡Alabado
sea Dios!
Todas: (Santiguándose) Sea por siempre bendito y
alabado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario